La vulnerabilidad moral de los mercados
by Robert Skidelsky
LONDRES – Hoy parece no existir ninguna alternativa coherente para el capitalismo. Sin embargo, los sentimientos anti-mercado están bien en forma, lo cual queda de manifiesto, por ejemplo, en la reacción moralista contra la globalización. Como ningún sistema social puede sobrevivir mucho tiempo sin un sustento moral, las cuestiones planteadas por los defensores de la antiglobalización son urgentes –mucho más en medio de la actual crisis económica.
Es difícil negar cierto valor moral del mercado. Después de todo, le adjudicamos valor moral a los procesos así como a los resultados, como en la frase “el fin no justifica los medios”. Es mejor, desde un punto de vista moral, que nuestros productos sean suministrados por mano de obra libre que por esclavos y que podamos elegir nuestros productos en lugar de que el Estado los elija por nosotros. El hecho de que el sistema de mercado sea más eficiente a la hora de crear riqueza y satisfacer las necesidades que cualquier otro sistema es un beneficio adicional.
Las críticas morales del mercado se centran en su tendencia a favorecer un tipo de personalidad moralmente deficiente, privilegiar motivos desagradables y promover resultados indeseables. Al capitalismo también se le adjudica la falta de un principio de justicia.
Consideremos la personalidad. Muchas veces se dijo que el capitalismo retribuye la cualidad de autocontrol, trabajo arduo, inventiva, austeridad y prudencia. Por otra parte, deja afuera todas las virtudes que no tienen ninguna utilidad económica, como el heroísmo, el honor, la generosidad y la piedad. (El heroísmo sobrevive, en parte, en la idea romántica del “empresario heroico”).
El problema no es sólo la insuficiencia moral de las virtudes económicas, sino su desaparición. El trabajo arduo y la inventiva siguen siendo retribuidas, pero el autocontrol, la austeridad y la prudencia seguramente empezaron a desvanecerse con la primera tarjeta de crédito. En el Occidente opulento, todos piden dinero prestado para consumir tanto como sea posible. Estados Unidos y Gran Bretaña están ahogándose en deuda.
Adam Smith escribió que “el consumo es el único fin y propósito de la producción”. Pero el consumo no es un objetivo ético. No es positivamente bueno tener cinco autos en lugar de uno. Hay que consumir para vivir y consumir más de lo estrictamente necesario para vivir bien. Esta es la justificación ética del desarrollo económico. Desde el punto de vista ético, el consumo es un medio para llegar al bienestar y el sistema de mercado es el motor más eficiente para sacar a la gente de la pobreza: lo está haciendo a un ritmo prodigioso en China e India.
Pero esto no nos dice en qué punto el consumo nos conduce a una mala vida. Si la gente quiere más pornografía o más drogas, el mercado le permite consumir estos productos al punto de la autodestrucción. Ofrece una superabundancia de algunos productos moralmente dañinos y no suministra la cantidad suficiente de bienes moralmente beneficiosos. Para la calidad de vida, tenemos que basarnos en los principios, no los mercados.
Sin duda, es injusto culpar al mercado de las malas elecciones morales. La gente puede decidir cuándo dejar de consumir o qué quiere consumir. Pero el sistema de mercado depende de un motivo particular para la acción –Keynes lo llama “amor al dinero”- que tiende a socavar la enseñanza moral tradicional. La paradoja del capitalismo es que convierte la avaricia, la codicia y la envidia en virtudes.
Nos dicen que el capitalismo descubre necesidades que la gente desconocía tener y, por ende, hace avanzar a la humanidad. Pero es más válido decir que a la economía de mercado la sustenta el estímulo de la codicia y la envidia a través de la publicidad. En un mundo de publicidad ubicua, no existe ningún límite natural para la sed de bienes y servicios.
La cuestión moral final es la falta de un principio de justicia del capitalismo. En un mercado perfectamente competitivo, con información plena, los modelos del mercado demuestran que todos los factores de producción reciben recompensas iguales a sus productos marginales; vale decir, a todos se les paga lo que valen. La plena competencia y los requerimientos de información aseguran que todos los contratos sean voluntarios (no existe ningún poder monopólico) y todas las expectativas se cumplan. Es decir, la gente obtiene lo que quiere. La justicia en la distribución está supuestamente asegurada por la justicia en el intercambio.
Sin embargo, ningún sistema de mercado capitalista existente genera espontáneamente justicia en el intercambio. Siempre existe algún poder monopólico, los de adentro tienen más información que los de afuera, la ignorancia y la incertidumbre son generalizadas y las expectativas frecuentemente no se cumplen. La justicia en el intercambio tiene que ser proporcionada desde afuera del mercado.
Es más, las dotes que la gente trae consigo al mercado incluyen no sólo sus propias cualidades innatas, sino sus posiciones de partida, que son radicalmente desiguales. Esta es la razón por la cual la teoría liberal de justicia demanda una igualdad mínima de oportunidades: el intento –siempre que sea compatible con la libertad personal- de eliminar todas esas diferencias en las posibilidades de vida que surgen de puntos de partida desiguales. Como resultado, confiamos en que el Estado proporcione bienes sociales como la educación, la vivienda y la atención sanitaria.
Para concluir, el argumento de que a todos –en condiciones ideales- les pagan lo que valen es una valoración económica, no moral. No se corresponde con nuestra intuición moral de que a un presidente ejecutivo no debería pagársele 500 veces el sueldo promedio de sus trabajadores, o con nuestra creencia de que si el salario de mercado de alguien es demasiado bajo como para poder vivir, no debería permitirse que se muriera de hambre. A medida que nuestras sociedades se volvieron más ricas, llegamos a creer que todos tienen derecho a un estándar mínimo, ya sea en el trabajo o la enfermedad o el desempleo, lo que permite un nivel continuo de confort y florecimiento. El sistema de mercado no garantiza esto.
Si bien el mercado hoy no tiene ningún contendiente serio, es moralmente vulnerable. Se ha vuelto peligrosamente dependiente del éxito económico, de modo que cualquier fracaso económico de gran escala expondrá la superficialidad de sus pretensiones morales. La solución no es abolir los mercados, sino remolarizar las necesidades. La manera más simple de hacerlo es restringiendo la publicidad. Esto cercenaría el papel de la codicia y la envidia en la operación de los mercados, y crearía espacio para el surgimiento de otros motivos.
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