¿Quién necesita ser Presidente de la UE?
Giles Merritt
Quienquiera que ocupe el nuevo cargo en la cumbre de Europa como Presidente del Consejo Europeo fijará el modelo para el futuro. Si es alguien de renombre mundial, el de la presidencia quedará inmediatamente establecido como un puesto de importancia mundial, pero, si su primer ocupante no es un nombre conocidísimo, la presidencia quedará condenada como otro más de la complicada plétora de altos cargos notables que ni se valoran ni se entienden fuera de Bruselas.
Lo principal a ese respecto es que Europa no podrá mejorar el puesto más tarde. Si la presidencia corresponde a un político que carezca de fama y carisma, ocupará para siempre un lugar muy bajo en la jerarquía internacional.
De la media docena de candidatos a “Presidente de Europa”, sólo Tony Blair no necesita presentación en ninguna parte. Todos los demás nombres que han saltado a la palestra han de ir acompañados de una descripción: ex tal y cual finlandés o austríaco.
Nadie sabe si los actuales primeros ministros de los 27 países de la UE elegirán a Blair. Existe considerable rencor por su papel en la invasión del Iraq y el inconveniente de que procede de la euroescéptica Gran Bretaña y muchos en la izquierda lo consideran un dirigente cuya “tercera vía” fue una traición al socialismo.
Pero la elección de un presidente para Europa no tiene que ver con Blair, el hombre, ni con las ejecutorias políticas de ninguno de los otros que aspiran al puesto. Tiene que ver con el puesto mismo. El problema de Europa es el de que carece de un dirigente claramente identificable. A consecuencia de ello, pese a sus numerosos éxitos, la UE sigue hablando con demasiadas voces.
Ése era uno de los problemas que el polémico tratado de Lisboa de la UE estaba destinado a resolver. Ahora se encuentra en las últimas etapas de su largo y difícil nacimiento y al comienzo del próximo año debería estar aportando nuevos mecanismos para simplificar el proceso europeo de adopción de decisiones. La joya de su corona será el nombramiento para un mandato de treinta meses de un Presidente con dedicación exclusiva del Consejo Europeo, que agrupa a los jefes de los gobiernos miembros de la UE, junto con un jefe de la política exterior, que estará respaldado por un embrionario servicio diplomático de la UE.
Ahora que más de dos tercios de votantes irlandeses han invertido la anterior oposición de su país al Tratado de Lisboa y ya sólo la mantiene el eurófobo Presidente de la República Checa, Václav Klaus, se ha centrado la atención en quiénes ocuparán esos dos puestos, lo que, a su vez, ha desencadenado una ronda de peleas políticas que amenazan con invalidar del todo la idea de una voz europea mucho más potente en el escenario mundial.
Los tres países del Benelux, junto con algunas otras naciones pequeñas de la UE, se oponen a que el nuevo Presidente europeo proceda de una nación grande y también hay quienes temen que un peso pesado político en ese puesto eclipse al Presidente de la Comisión de la UE, el ex Primer Ministro portugués José Manuel Barroso, que acaba de ser confirmado para un segundo mandato de cinco años, y devalúe el papel del jefe de la política exterior, cuya autoridad debe reforzar el tratado de Lisboa.
Se trata de argumentos especiosos. Las relaciones exteriores de la UE abarcan dos tipos diferentes de políticas. El primero es el de la política del teatro mundial, en el que una figura política de estatura mundial podría hacer mucho para colocar en primer plano a la UE y contribuir a que tenga una importante voz en la reorganización de la regulación de la economía mundial posterior a la crisis. El segundo es el de la política del detalle, en la que el papel del nuevo jefe de la política exterior es el de crear una única posición de la UE sobre la gran diversidad de asuntos sobre los que los gobiernos europeos siguen teniendo posturas nacionales profundamente diferentes.
Europa tiene un problema de prestigio internacional, debido en parte a una estructura institucional compleja que los países de fuera de la UE consideran incomprensible. Cuenta con una representación excesiva en las cumbres mundiales del G-20, por ejemplo, pero la presencia de cuatro dirigentes nacionales europeos, además de representantes de la UE como Barroso, debilita, en lugar de fortalecer, su peso político. Lo mismo se puede decir de otros órganos mundiales, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
El resultado es que los logros de Europa en los últimos años –su ampliación para crear un mercado económico único de 500 millones de personas y su creación del euro como divisa que desafía al dólar– no van acompañados de una posición mundial más sólida. Los dirigentes del mundo –desde Barack Obama hasta Hu Jintao– se dirigen a Berlín, París y Londres, y no a Bruselas. El resultado es el de que las propuestas de políticas de la UE que podrían contribuir en gran medida a hacer avanzar los intereses económicos y geopolíticos de los europeos no son tan influyentes como podrían serlo.
El texto del tratado de Lisboa es deliberadamente vago en su descripción del papel del presidente, planteamiento que evitó problemas a los formuladores del tratado, pero sólo aplazó la discrepancia. La verdadera discusión que ahora se está produciendo entre los gobiernos nacionales de Europa versa sobre la autoridad que el Presidente de la UE debería tener. El riesgo es el de que los discutones políticos de Europa opten por un testaferro y desaprovechen esta oportunidad de oro para crear un dirigente mundial.
http://www.project-syndicate.org/commentary/merritt10/Spanish
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