Juan María Alponte
20 de mayo de 2007
Antes de morir, Beethoven, músico asombroso, sintiendo aproximarse la parca, pronunció su despedida: "Plaudite, amici, comoedia finita est" (Aplaudid, amigos, la comedia ha terminado). Cuando su mano, alzada en el delirio, cayó sobre su pecho, resonó como un trueno y toda Viena se alzó, sobre sus cenizas doradas, para acompañarle al cementerio. Veinte mil personas, se dice, siguieron su féretro por los caminos tapados por la nieve. Con su Himno de la Alegría recorrió Mitterrand, llevando a su lado a Melina Mercuri, ¿quién no?, y una multitud, entre el Elíseo y el Pantheon. Un Pantheon de los Hombres Ilustres donde la República no ha admitido a Robespierre porque defendió el Estado con la guillotina.
En los últimos días de su vida, Stefan Zweig, exiliado en Brasil, país final de su odisea, era un símbolo: un austriaco de origen judío huyendo de la Europa nazi. El prodigioso novelista dedicó toda su atención, en esos días últimos, a un pensador, Montaigne, (1533-1592), es decir, a un emisario de la inteligencia frente a la intolerancia y los fanatismos. Hombre del siglo XVI, Montaigne evocaba ya el mestizaje del siglo XXI: "No porque Sócrates lo haya dicho, sino porque es una verdad, yo estimo a todos los hombres como mis compatriotas y abrazo a un polaco como a un francés, superando lo nacional por lo universal".
Siempre me ha sobresaltado esa elección de Zweig previa a su muerte: recordarnos a Montaigne, autor de los Ensayos. Antes de abandonar Europa, Zweig había visitado en Londres, varias veces, a Sigmund Freud, que creía confirmada, con la Segunda Guerra Mundial y el nazismo, la barbarie. "Yo había negado -le dijo a Stefan Zweig- que la cultura supere los instintos y ahora, con la guerra, se ha confirmado mi tesis de la forma más terrible: el instinto de destrucción no puede ser extirpado del alma humana". Stefan Zweig lo recordaba, en la mañana helada de septiembre de 1939, en el Golder´s Green londinense, cuando pronunció la oración fúnebre por Freud. Guardaba, Zweig, un apunte que el joven pintor Salvador Dalí, de paso por Londres, hiciera de Sigmund Freud. No se lo mostró porque el dibujo de Dalí era el retrato de un hombre al morir. Freud dijo a Dalí, después de oírle y conocerle, "que le entraba el deseo de conocer la pintura de su generación".
Zweig no pudo resistir, a su vez, la tragedia del mundo. Se suicidó con su bella y joven esposa, Lotte, en Brasil. Los brasileños lloraron en las calles de Petrópolis al saberlo. Encontraron a los dos en su lecho, tomados de la mano. No sé si había leído, Zweig, esta nota de Montaigne: "La más evidente prueba de sabiduría es la alegría constante". En 1942, con Europa ocupada por Hitler, Zweig, bajo el cielo de Brasil, creyó, cosa casi imposible de creer en Brasil, en el fin del mundo. No estamos, nosotros, en el fin del mundo, pero sí ante una inmensa necesidad de catarsis, de purificación de un modelo de comportamientos que hacen inviable la sabiduría en los términos que señala Montaigne. Esa catarsis tiene que culminarse, para evitar la barbarie, con la finalización del Pacto de Simulación. Stefan Zweig buscó esa catarsis rebelándose contra el Carnaval de Río cuando, en Europa, millones de hombres agonizaban. La agonía de Freud, en 1939, estaba, acaso, en su memoria. Había acordado Freud, con su médico -que vigilaba su cáncer- que cuando no pudiera soportarlo más "tomase las medidas adecuadas". Dice el doctor Marx Schur en su libro Freud: Living and Dying (Freud: Vida y Muerte) "que mientras estaba a su cabecera, le dijo Freud: usted me prometió que no me abandonaría cuando mi tiempo llegase. Esta tortura ya no tiene sentido". A continuación, tomándole la mano le dijo, en alemán, "Ich danke Ihnen" (Le doy las gracias) y a continuación, después de un momento de dudas, le añadió, también en alemán: "Dígaselo a Anna". Anna era su hija, que sería eminente. Añade el doctor Schur: "No mostraba la menor huella de sentimentalismo o de piedad hacia sí mismo, sino una plena conciencia de la realidad". Continúa: "Según el deseo de Freud, puse a Anna al corriente de la conversación y, cuando el sufrimiento de Freud se hizo insoportable, le apliqué la primera toma de morfina y 12 horas más tarde, la segunda. Murió a las tres de la madrugada del 23 de septiembre de 1939". Muerte asistida. Lo que llamamos eutanasia. De dos palabras griegas, eu y thanatos o "bien morir".
Estas lecturas, por caminos mentales distintos, han llegado hasta mí a la vera de las miles de ejecuciones (ninguna iluminada por el bien morir) que han invadido nuestro espacio humano sin que, de alguna suerte, hayamos superado el Pacto de Simulación. Lo que estamos viviendo es, históricamente, el fracaso de un Estado que no ha sabido cumplir con el primer fundamento de un Estado de Derecho: la seguridad de sus ciudadanos. Los episodios trágicos (y sarcásticos) que pueblan, cada día, nuestras vidas no son, solamente, la guerra entre el narcotráfico y las fuerzas del Estado. Detrás de esas "sombras" (como en la caverna platónica) no está solamente ese enfrentamiento, sino la crisis profunda y sin enigma de un Estado y una Sociedad que, por décadas y décadas, han visto destruirse el tejido esencial y, por tanto, las formas más profundas de la convivencia. Como otras veces he señalado, no es la pobreza el dilema, con la miseria (una de las connotaciones que posee la palabra mafia, miseria, que, con la de smáferi, "esbirros", conforma, entre nosotros, otra realidad diaria) que cruza la sociedad mexicana. Es, al contrario -no la pobreza- el problema de la desigualdad el centro de un proceso que, con la corrupción, deforma todas las maneras del existir como ciudadanía. Asumir que sólo hay una guerra, la del narcotráfico, es olvidar en qué escenarios sociales se ha desarrollado la Política sin la Ética. Si no somos capaces de decir "la comedia ha terminado", no encontraremos soluciones. Así le pasó a Stefan Zweig, pero nos dejó, al menos, su Montaigne. Resistió por otro camino: por el de la sabiduría. Es indispensable, frente al discurso mítico, encontrar la catarsis de la inteligencia.
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