Un político de convicciones
JOSÉ VALES • CORRESPONSAL
El Universal
Miércoles 01 de abril de 2009
El ex presidente argentino es considerado el ícono más acabado de la recuperación democrática; respetado por sus dotes de estadista y por su gran carisma
BUENOS AIRES.— Había una frase que le gustaba más que muchas otras: “El retiro de un político sólo tiene lugar cuando muere”. Un pensamiento al que el recién fallecido ex presidente argentino Raúl Ricardo Alfonsín ajustó su vida hasta el final. Hasta unos días antes de que lo venciera el cáncer definitivamente, no dejó de despachar asuntos partidarios, ni abandonó la costumbre de preguntar cómo serían las alianzas y el armado de las listas para las próximas elecciones, ni devorarse las páginas de los diarios, cuando el dolor le daba una tregua. A lo largo de sus 82 años fue un hombre fiel a sí mismo y a sus convicciones, las que rodeaba de una tozudez, tan propia de sus ancestros gallegos. Un político nato.
Nacido en Chascomús, un pueblo agrícola a 120 kilómetros de la Capital Federal, fue el mayor de seis hijos de un pequeño comerciante, que con esfuerzo logró enviarlo a estudiar a Buenos Aires.
Desde joven, las armas de Alfonsín fueron su oratoria cautivante, su prosa ágil para transmitir ideas y su pasión por la lectura y la justicia, que lo llevaron a seguir la carrera de Derecho, en la Universidad de La Plata. Allí lo atrapó la política y la Unión Cívica Radical (UCR), donde comenzó a moldearse como líder político. En 1950, ya de regreso en su pueblo, fundó una línea interna y cuatro años después fue elegido concejal. Su primer cargo político por elección. Luego, las urnas lo designaron diputado provincial (1958) y diputado nacional (1962-1966 y 1973-1976).
Cuando la dictadura militar parecía inevitable, formó parte del grupo de políticos e intelectuales fundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y desde esa “trinchera”, durante los años de persecución, puso su profesión de abogado al servicio de los presos políticos.
Tras la guerra de las Malvinas y el regreso de la actividad partidaria, Raúl Alfonsín obtuvo la candidatura a la presidencia al aventajar a Fernando de la Rúa, en una campaña histórica en la que desplegó, con maestría, su carisma y su discurso ajustado a la necesidad de paz y democracia. El 30 de octubre de 1983, sorprendió al mundo con el triunfo. Ganó con 51.7% de los votos, cuando todos aguardaban el regreso del peronismo al poder.
Desde que se puso la banda presidencial, su gestión estuvo plagada de dificultades y de hitos. Fue el primer gobierno en América Latina en impulsar juicios contra dictadores y por violaciones a los derechos humanos y lo hizo después de ordenar la conformación de una comisión que investigase los delitos de lesa humanidad, con el escritor Ernesto Sábato a la cabeza, en 1984. Tres años después, la presión de las Fuerzas Armadas, que derivó en tres alzamientos militares, lo obligó a volver sobre sus pasos y sancionar las Leyes de Impunidad (Obediencia Debida y Punto Final).
La abultada deuda externa, la inflación, las 17 huelgas generales, los problemas estructurales heredados de la dictadura y una serie de errores estratégicos, dispararon una crisis que obligó a una administración desgastada a adelantar su final en seis meses. En julio de 1989 Alfonsín le traspasó el poder a Carlos Menem. Era el primer presidente argentino en entregar el poder a un civil opositor, desde 1916.
Considerado el icono más acabado de la recuperación democrática, respetado por sus dotes intelectuales, por su tendencia permanente a la negociación, por sus dotes de estadista y por ese carisma que supo conservar hasta en su lecho de enfermo. Pero Raúl Alfonsín poseía otra gran singularidad para los tiempos que corren. Hasta ayer era el único ex presidente argentino vivo que no estaba ni denunciado ni con procesos judiciales pendientes. A la hora de despedirlo ni sus más enconados detractores, pudieron escapar a la emoción. Se acababa de retirar el último político de pura cepa.
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