La implosión de Pakistán
Jordi Joan Baños | 04/01/2010 - 16:00 horas
Pakistán se desintegra mientres usted lee estas líneas. No es la primera vez, ya ocurrió en 1971, cuando más de la mitad de la población se desentendió de este experimento de base religiosa -contemporáneo de la formación del estado de Israel- para crear Bangladesh. Pero esta vez podría ser la definitiva. Pakistán está perdiendo el control de su mayor provincia, Baluchistán -memoricen este nombre y su gentilicio, baluchis, como ya han aprendido el de pastunes- la más rica en recursos naturales y desde siempre la menos apegada al disfuncional artificio político pakistaní.
En la capital de Baluchistán, Quetta, el tiro en la nuca -perpetrado por motoristas, de dos en dos- se ha convertido en una práctica casi diaria que está provocando el éxodo del armazón que sustenta el estado pakistaní: maestros, policías, funcionarios y militares punyabíes, y sus respectivas familias.
Baluchistán es hoy en día pasto de guerrilleros baluchis, talibanes pastunes, narcotraficantes, contrabandistas, servicios secretos e intrigas transnacionales. En la carretera que enlaza el puerto de Karachi con Chamán -en la frontera afgana- pasando por Quetta, se cruzan los convoyes de la OTAN y los mayores cargamentos de heroína del mundo, sin interferir los unos con los otros. Unos convoyes segarán vidas afganas, otros, más lentamente, muchas más vidas de europeos o americanos que cualquier plan terrorista.
Si Baluchistán se va, los pastunes podrían seguir el mismo camino en las zonas donde son una abrumadora mayoría, cansados de ser innominados (en el norte de Baluchistán) o anulados con una sigla (en NWFP, FATA), así como de la línea Durand -nunca reconocida por Kabul- que los separa de sus hermanos pastunes de Afganistán, a menudo de la misma tribu. La balcanización de Pakistán, sin baluchis ni pastunes, proseguiría en Sind, siempre reticente al control por parte del lejano triángulo Islamabad-Rawalpindi-Lahore. Luego Pakistán quedaría reducido a una de sus cuatro provincias, el Punyab -hegemónico como Serbia lo quiso ser en Yugoslavia- que en solitario difícilmente podría justificar el mantenimiento del actual arsenal nuclear pakistaní.
Este es sólo uno de los escenarios posibles, claro, aunque cada vez parece menos imposible. Hay que recordar que ante tal escenario, los vecinos de Pakistán, principalmente Irán -que cuenta con una provincia baluchi- e India, no permanecerían de brazos cruzados. Y EE.UU. no habla en vano de la región, Af-Pak, como un solo problema. Aunque parte del problema, nunca explicitado, sea la cada vez más clara adscripción de Pakistán -y en el futuro, quizás de Afganistán, como atestiguan multimillonarias adjudicaciones mineras- a la órbita de influencia de la vecina China. EE.UU. e India son los principales adversarios de este escenario y los principales interesados en apoyar al desacreditado Hamid Karzai en Kabul.
India fue decisiva para que los bengalíes -algunos millones de los cuales fueron masacrados por "su" ejército pakistaní, que también violó a decenas de miles de mujeres- consiguieran escindirse en 1971, pese a la enérgica oposición de EE.UU. y China. En breve, el dilema encima de la mesa podría estar entre un Afganistán "antes verde (por islamista) que roto" y un Pakistán "antes roto que verde".
Pakistán empezó ya mal, dejándose un enorme desgarrón en el lado indio, Cachemira, que seis décadas después todavía sigue sangrando. Es significativo que la creación de una nueva provincia pakistaní, Gilgit-Baltistán (antiguos Territorios del Norte) y la celebración de algo parecido a unas elecciones apenas haya merecido atención en Nueva Delhi, a pesar de que en los mapas oficiales de India dicha región figura como territorio indio (como parte del antiguo principado de Cachemira, aunque sin población de lengua cachemir).
Hoy en día, de las cuatro provincias pakistaníes, sólo en una, Punyab, persiste un sentimiento anti-indio, fruto de su traumática división. Ni los pastunes, ni los sindis, ni los baluchis, comparten el odio a India. De hecho, los baluchis apoyan a India en lugar de Pakistán cuando los dos equipos nacionales de críquet se enfrentan. Todo un síntoma de desapego.
En estas tierras la historia ha sido forzada hasta el punto de querer hacer pasar Pakistán por un país a caballo entre Oriente Medio y Asia Central, sin relación alguna con la India de la que procede, de manera inequívoca en lo que respecta a punyabíes, sindis, mohayires y cachemires, es decir alrededor del 80% de los pakistaníes. Cuando hasta la palabra India procede de allí, del río Indo y de la provincia de Sind, ambos en Pakistán.
En más de la mitad del territorio de Pakistán, sus políticos electos no pintan nada, por mucho que sobre el papel, la democracia fuera restaurada en 2008. En la enormidad de Baluchistán, en las áreas tribales pastunes, en gran parte de la Provincia Fronteriza (NWFP) y en retazos de Cachemira, los votos de la democracia pakistaní no cuentan. El ejército impone la ley, en muchos casos. En otros -principalmente en retazos de FATA (Federally Administered Tribal Areas) y en la mayor parte de Baluchistán- quienes lo hacen son grupos insurgentes.
Desde hace un par de meses, todos los focos están concentrados en las FATA. Principalmente en Waziristán del Sur. Al primer ministro, Yusuf Raza Gilani, se le escapó decir que la campaña militar ha terminado y que el ejército controla ya todos los núcleos de población. Lo que no dijo fue que el territorio ha quedado prácticamente vacío y que los cabecillas guerrilleros presumiblemente lo abandonaron ya antes del inicio de la ofensiva. Una operación sin testigos -en el que muchas bajas civiles por bombardeo habrían sido camufladas como bajas de guerrilleros- pero que ha servido a las élites pakistaníes para mantener el indiscriminado chorro de dólares de EE.UU. -en su quimérica 'guerra contra el terrorismo', una licencia literaria del tipo 'guerra contra el hambre', aunque en este segundo caso, a diferencia del primero, por lo menos todavía no se aplica con la misma obtusa literalidad. Lo que para la mayoría de los españoles puede ser evidente -que el terrorismo no se combate ni se derrota con aviones de guerra sino con acción policial, judicial y política- en caso de ser aplicado privaría a poderosos particulares y firmas de Pakistán (y Afganistán) y EE.UU. de su modo de enriquecimiento.
A pesar de que el número de bajas para EE.UU. es muy inferior al sufrido en las selvas vietnamitas, el coste de sus aventuras militares en Iraq y Afganistán es superior para sus arcas públicas. Aunque sus firmas de armamento tengan, obviamente, otro punto de vista. Y desde 2010, el presupuesto asignado al yermo afgano (la guerra de Afganistán que pasa por Pakistán) va a ser superior al asignado al ejército de las barras y las estrellas en Iraq. Para justificar la inaprensibilidad de Osama Bin Laden o el mulá Omar -y el incesante flujo de dólares en el empeño- se habla de refugios inaccesibles y montañosos. Eso es una mentira como una casa en lo que respecta al alto comando talibán -el mulá Omar y los que dirigen la guerra contra los aliados en el sur de Afganistán- que se encuentra en el vasto altiplano alrededor de Quetta (Pakistán), llano como una mesa, excepto algunas colinas desiertas. Eso sí, con superpoblación de refugiados.
De cualquier modo, los atentados terroristas y la situación de guerra civil en determinadas zonas de Pakistán son sólo el fenómeno más visible de una crisis política y económica de índole más profunda. Como en 1947 o en 1971, Pakistán se enfrenta a una crisis existencial. La ayuda norteamericana apenas consigue camuflar el colapso de las finanzas pakistaníes. A lo largo de los últimos doce meses, el Fondo Monetario Internacional ha tenido que ampliar su último préstamo a Pakistán, hasta los once mil trescientos millones de dólares. El maquillaje de las cifras macroeconómicas, habitual en la región, simula un crecimiento del 3,7% en 2009 (y una previsión del 2,4% para 2010). Así lo reproduce The Economist. Sin embargo, tras hablar con gente de tres de las cuatro provincias, más la capital federal, no hay duda de que Pakistán se enfrenta a un hundimiento económico sin paliativos. Lo confirma el dato que las inversiones extranjeras se han reducido más de un 50% este año respecto al año anterior. Y me lo reconfirman, en un restaurante de Islamabad, un funcionario del ministerio de Hacienda y dos consultores extranjeros del Banco Mundial. "He trabajado en trece países, pero en ninguno con un gobierno tan paralizado como este", exclama uno de ellos, chileno por más señas. Ellos son los ojos del Banco Mundial, puesto que los auténticos funcionarios asignados a Pakistán residen cómodamente en Dubái, tras el atentado que hace varios meses tuvo como objetivo las oficinas de la FAO.
Tradicionalmente, Arabia Saudí y los Emiratos han actuado como fiadores de Pakistán. Sobre todo Arabia, valedor del magnate y dos veces primer ministro, el corrupto Nawaz Sharif, actualmente en la oposición, al que el ejército vería con mejores ojos que al actual presidente Asif Ali Zardari (representante de la dinastía Bhutto y su Partido Popular de Pakistán-PPP). Las enemistades políticas en Pakistán son a menudo de carácter feudal. El patriarca de los Bhutto -Zulfikar Ali Bhutto- nacionalizó la fundición de los Sharif. El dictador Zia ul-Haq se la devolvió, al poco de mandar ejecutar a Bhutto y Nawaz Sharif llegó a presentarse como su heredero político. Posteriormente, el actual presidente y viudo de Benazir Bhutto, Zardari, ingresó en la cárcel -en la que permanecería cerca de once años- durante el mandato de Nawaz Sharif.
También es cierto que la vecina China es un socio cada vez más importante en lo económico -véase el estratégico nuevo puerto de Gwadar, con el que China alcanza las aguas cálidas del mar Arábigo sin empantanarse en la Gran Partida de Afganistán -como le ha ocurrido sucesivamente a británicos, rusos y norteamericanos. Pakistán está basculando hacia Pekín en detrimento de Washington -el antiamericanismo, instigado por el propio ejército y por los ulemas, es furioso- y el soborno en forma de ayuda militar no basta para contener esta corriente de fondo. El último episodio es el paquete legislativo Kerry-Lugar, con el que EE.UU. se compromete a triplicar su ayuda no militar a Pakistán, hasta los 7500 millones de dólares, a lo largo de cinco años. Pues bien, los medios afines al ejército han removido cielo y tierra -con éxito- para presentarlo como un ataque a la soberanía de Pakistán, al reforzar al poder civil sobre el militar, por ejemplo a la hora de promover oficiales.
La sangría económica de Pakistán empieza desde arriba y desde dentro: cuenta con nada menos que 92 ministros y sus respectivos ministerios. Las promesas de reducir dicha cifra siguen sin materializarse. Pero incluso gente por debajo del rango de ministro cuentan con diez o doce coches oficiales para toda la familia. La Hacienda pakistaní apenas tiene registrados a dos millones de ciudadanos, de los cuales sólo dos mil pagan impuesto de la renta, en un pais de 170 millones de habitantes. Sólo cien mil empresarios o autónomos están registrados para pagar el equivalente al IVA -lo cual no significa que lo paguen- pero para controlar a esta modestísima cifra de contribuyentes, se cuenta con un ejército de 35.000 funcionarios de Hacienda. Además, los puestos lucrativos -en aduanas, por ejemplo- sólo se obtienen a cambio de un buen soborno.
Por otro lado, créditos por valor de cien mil millones de rupias (800 millones de euros) concedidos por bancos públicos a personajes bien relacionados políticamente han sido condonados durante los últimos veinte años, principalmente durante la dictadura de Musharraf. En Pakistán la gente bien informada sabe que parte de este dinero fruto del saqueo ha sido blanqueado en Barcelona a través de un líder de la comunidad pakistaní (con actividades inmobiliarias y filiación política), del hijo del exprimer ministro del Punyab y del hermano del presidente de la Liga Musulmana de Pakistán (PML-Q), todos ellos con residencia española.
Naturalmente, la crisis de muchos es también la prosperidad de unos pocos. Nunca había habido tantos restaurantes de lujo en los barrios -aunque nunca habían estado tan protegidos -normalmente por hombres de edad ya madura y sin hijos que mantener, puesto que nadie puede parar a un terrorista suicida. "La gente sabe la cantidad de dólares que los norteamericanos han volcado en Pakistán y también saben que ellos no han visto ni uno", me dicen en el Press Club de Karachi, para jusfiticar el antiamericanismo en boga, a pesar de que Pakistán - y no India- ha sido históricamente el principal destinatario del apoyo de EE.UU. en la región. La carestía del azúcar es uno de los asuntos que desata los nervios de los pakistaníes contra Islamabad. Un malintencionada periodista pakistaní recuerda que los hermanos Sharif -con negocios de azúcar- podrían ser los principales acaparadores. La inflación de dos cifras no para de aumentar y la rupia se deprecia (un 40% en dos años).
El primer día de Ramadán, el zakat, la caridad islámica, el 2,5%, es deducida de todos los depósitos bancarios del país y entregada, mayoritariamente, a mulás de varias mezquitas y a sus instituciones caritativas, lo que refuerza a los mulás pero también da una palanca de presión al estado. Huelga decir que muchos pakistaníes retiran sus ahorros el día antes del inicio del Ramadán y los vuelven a ingresar unos días después.
Estados Unidos ha dicho que dentro de un año y medio empieza su retirada de Afganistán. Y tal vez sea verdad. Una retirada exige también un enorme esfuerzo logístico. Aunque el despliegue norteamericano en Pakistán indica que EE.UU. se prepara para cualquier eventualidad. U.S. Aid ultima en estas fechas el desembarco de 125 de sus funcionarios en Karachi. Entre ellos habrá un elevado número de espías, como muy bien sabe Islamabad, que en las últimas semanas ha empezado a registrar coches con matrícula diplomática. Cualquier occidental que circule por Pakistán corre el riesgo de ser identificado como un operativo de la vituperada empresa mercenaria Blackwater (acaba de cambiar de nombre), que hasta este mismo mes se encargaba hasta de cargar los proyectiles de los drones de la CIA con base secreta en Baluchistán. Aunque la descarga letal de estos aviones no pilotados -que provocan cientos de bajas civiles- la decida, como en un videojuego, un militar sentado en una sala de control en Nevada, Estados Unidos.
Añade incertidumbre el hecho que, dentro de nueve meses, debería jubilarse el jefe del Estado Mayor, Ashfaq Parvez Kayani. Este, a diferencia de Musharraf, hace política sin ocupar el escenario, y finge unas ganas locas de poderse dedicar plenamente a su cargo de presidente de la Asociación Pakistaní de Golf. Pero además de golfista, Kayani ha sido el director del ISI, el servicio de inteligencia que históricamente ha fomentado el yihadismo para sangrar a India y ser determinantes en Afganistán (primer paso para influir en toda Asia Central, en la visión islamista del fallecido dictador Ziaul Haq). Vale la pena señalar que hace un mes, cuando Pakistán mostró su antiestético primer avión de combate autóctono (aunque de tecnología fundamentalmente china, como su arsenal nuclear) podían leerse anuncios en la prensa, camuflados como artículos, que justificaban la necesidad de supremacía aérea en el propio Corán.
El apoyo histórico al terrorismo por parte de la élite política y militar pakistaní (formalmente pronorteamericana) ha conseguido inmovilizar a más de medio millón de soldados indios, permanentemente, en el valle de Cachemir- y mandar en un Afganistán que no reclame las FATA y el resto de zonas pastunes de Pakistán. Y no falta gente entre la élite punyabí que añore los días del General Musharraf -por lo menos los dos primeros años de su ambivalente dictadura.
Los canales de televisión y los periódicos que hace menos de dos años le perdían el miedo a la mordaza de Musharraf y preconizaban el retorno de la primacía de los civiles sobre los militares -la excepción en la historia de Pakistán- ahora se pelean por desbancar al presidente civil, Asif Ali Zardari, más conocido bajo los mandatos de su difunta esposa, Benazir Bhutto, como Mister 10%. El ejército no sabe cómo quitárselo de encima, aunque ya ha conseguido que Zardari delegue en el primer ministro la jefatura del comité de emergencia (civil y militar) que controla el botón nuclear. Y la oposición presiona para que renuncie a otros prerrogativas que Musharraf añadió al cargo de presidente durante su mandato.
La justicia ha anulado la amnistía que Musharraf concedió a más de dos mil cleptócratas pakistaníes en 2007, entre ellos Bhutto y Zardari, aunque en contra de lo que mucha gente cree a causa de la permanente campaña de descrédito de la política, sólo dos o tres decenas de ellos son políticos. La inmunidad presidencial protege ahora a Zardari, siempre y cuando los jueces del Supremo -que han aprendido la lección después de ser temporalmente destituidos por Musharraf y ya no se entrometen en el delicado asunto del millar largo de desaparecidos políticos en Baluchistán- no consigan impugnar su propia elección.
Pakistán es proclive a las teorías conspirativas. Hasta los extranjeros residentes se contagian. Aunque un extranjero singularmente bien informado, como máximo responsable de la Cruz Roja en las labores humanitarias de apoyo a los desplazados en Swat y Waziristán, me confiaba lo siguiente hace unas semanas en Islamabad: "Mucha gente me dice que en marzo todo esto se va a acabar. Que va a haber un acuerdo con los talibanes". A los pocos días, Gordon Brown anunciaba una conferencia internacional en Londres, con Afpak como tema, para finales de enero. Se hablará cada vez más de "talibanes moderados".
Pakistán no tuvo una dinastía Nehru-Gandhi que emprendiera la reforma agraria. En 1968, Mahbubul Haq, el economista pakistaní padre del Índice de Desarrollo Humano usado por Naciones Unidas, habló de 22 familias que controlaban el 68% de la industria y el 86% de la banca pakistaní. Lo único que ha cambiado desde entonces es que la oficialidad del ejército se ha fundido con la primitiva élite terrateniente y con la élite burocrática nacida de la independencia, hasta formar en gran medida una sola clase dirigente. Aunque el progresivo control de activos económicos e inmobiliarios por parte de los militares -proceso acentuado durante la dictadura de Musharraf- provoca tensiones con la declinante clase media que no disfruta de vínculos con los uniformados.
Cuarenta años después, la desigualdad en Pakistán sigue . Aunque también es verdad que raramente se ve la miseria -no desesperada, sino resignada- que le asalta a uno por todas partes en India. Pakistán es un país de violencia frontal, no disimulada. Dicho esto, no está de más precisar que los pakistaníes son, en comparación con sus vecinos indios, un pueblo mucho más hospitalario, generoso, desinteresado y curioso. Curioso, también, sobre cómo los ven los demás -algo que le trae al pairo al 99% de los indios. El islam ha jugado un papel positivo en esta parte del subcontinente en la eliminación de la miseria más abyecta. Aunque el sistema de castas, bajo la superficie, se mantiene en Pakístán, por mucho que a las castas se les llame clanes. Los pakistaníes -como los indios- buscan a una chica de su casta-clan para casarse.
Pakistán está siendo un tragadero para EE.UU., por mucho que particulares y empresas norteamericanas recuperen parte de la abultada factura en forma de contratos militares. En lo relativo a la mal llamada "guerra contra el terror", el ejército pakistaní pasa una inflada factura mensual de 80 millones de dólares a EE.UU. Simular que se busca a Bin Laden es un fabuloso negocio sin recibos, para ambas partes. Diplomáticos norteamericanos en Islamabad calculan que en realidad el 70% del dinero va a parar a otros gastos.
De los 11 millones de dólares destinados entre 2002 y 2008, al final de la era Bush, 3800 millones, no se sabe dónde están. Aunque basta pasearse por el mastodóntico barrio de oficiales cercano al aeropuerto de Lahore para observar como la construcción de mansiones de lujo avanza a toda velocidad. Dicha fiebre inmobiliaria no se detiene en Pakistán. Según un corresponsal de la BBC, los oficiales pakistaníes contarían ya con su propia urbanización de lujo en Toronto, Canadá, por si cambian las cosas. Los visionarios del establishment pakistaní sueñan con superar a Indonesia como país musulmán más poblado en pocas décadas, algo que confirmaría la misión universal de la nuclearizada República Islámica de Pakistán. Pero hay otra tendencia más inquietante apuntada por esa demografía desbocada, que es una infraocupación igualmente galopante. La Persia del Shah conjugaba también un ejército de jóvenes desposeídos y una élite occidentalizada que se llenaba la boca de valores modernos mientras saqueaba el país a manos llenas. Eso sí, en Pakistán no hay de momento un Jomeini capaz de unir bajo un mismo "mot d'ordre" a los comerciantes del bazar y al ejército de jóvenes parados.
En cualquier caso, los recientes atentados en Karachi (sectario, contra una procesión chií, medio centenar de muertos) y junto a Waziristán del Sur (casi un centenar de muertos, en una tribu reticente a los talibanes) confirman el temor de los pakistaníes de que la situación seguirá deteriorándose en 2010.
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