Un epitafio para Bush: Apocalipsis
JESÚS RUIZ MANTILLA 22/06/2008
La historia la dibujan los creadores. Y en el último año de mandato de George W. Bush, literatos y cineastas cargan las tintas contra la herencia que deja.
Antes del fin, el miedo se convierte en la efigie de todos los rostros. Es un gesto que comprobamos últimamente demasiado a menudo en las fotografías, en las imágenes en movimiento de las televisiones e Internet, pero también en el cine y en los libros que salen del imaginario de los creadores norteamericanos. Lo hemos visto en las caras aterradas de las criaturas que concibieron Stephen King y Frank Darabont para La niebla; paseando junto a un padre y su hijo por las ruinas de la civilización en un carrito sobre La carretera, de Cormac McCarthy; advertidos por los monstruos del espacio desconocido en La guerra de los mundos que resucitó Steven Spielberg… Son ejemplos del epitafio que los artistas estadounidenses en todos los frentes han elegido para retratar la era Bush: ni más ni menos que el Apocalipsis.
El miedo al castigo final ha sido sistemáticamente alentado desde que George W. Bush llegara a la presidencia de su país. Bajo su manto se han multiplicado, aparte de la guerra y el desprecio a la diplomacia como forma de civilización, los integrismos religiosos. Los cristianos dentro, como coraza propia, y los islámicos fuera, en respuesta a una política que enfrenta civilizaciones. Ian McEwan lo ha explicado alarmado en El día del juicio, un extenso y brillante artículo publicado por el escritor en el periódico The Guardian a finales de mayo.
En su reflexión, el escritor británico ofrece datos tremendos sobre un panorama que asusta. “El 90% de los americanos dice no haber dudado nunca de la existencia de Dios, y que serán reclamados para responder por sus pecados. El 53% son creacionistas y sostienen que el cosmos fue creado no hace más de 6.000 años. Un 44% cree que Jesús regresará a la Tierra para juzgar a los vivos y a los muertos en los próximos 50 años. Sólo el 12% defiende que la vida ha sido creada por selección natural sin intervención de ninguna mano sobrenatural”.
Con esas cifras no es difícil proponer según qué caldos de cultivo. “Tanto Bush como el presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad , creen en la llegada salvadora del fin del mundo, y eso es aterrador”, cuenta Antonio Muñoz Molina desde Nueva York, la ciudad en la que vive largas temporadas. Se ha forzado tanto la máquina del miedo que escritores, cineastas y artistas han desarrollado una obsesión por el nihilismo y la destrucción física y moral en sus personajes que quedan patentes en sus obras. La religión y el fanatismo son temas centrales. Las comunidades se reúnen en guetos ajenos al mundo y a su tiempo, como demostró M. Night Shyamalan en la inquietante El bosque y ahora en El incidente. Los falsos profetas son bestias pujantes en todas las pantallas. El caso de la excelente Marcia Gay Harden en La niebla es significativo. Ella es uno de los motores principales de una historia que agita todos los fantasmas interiores de un país encerrado en un supermercado. Y como también se vio en la brillante Pozos de ambición, de P. T. Anderson, que descendía al germen del fenómeno neocon a través de la lucha entre un salvaje empresario petrolífero (Daniel Day Lewis) y un sucio predicador al que daba vida ese joven prodigio de la interpretación que se llama Paul Dano.
Son ellos quienes encarnan a todas aquellas legiones que anuncian las trompetas del Juicio Final. Pero esconden otras cosas, como señala el filósofo José Luis Pardo, autor de Esto no es música (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg), un ensayo ya de referencia contemporánea sobre el malestar en la cultura de masas. Pardo conoce a fondo la cultura estadounidense: “En la película de Darabont no es el factor climático el protagonista. Es el miedo difundido como una niebla por el fanatismo religioso lo que aterra”, comenta Pardo. “Este Apocalipsis y esta producción de terror a gran escala no simboliza tanto las catástrofes ecológicas, la destrucción de la naturaleza, como la desvastación de la ciudad. Sobre todo de la polis. Es el fin de la política, la ausencia de Estado –patente de diferentes modos en Nueva Orleans después del Katrina y en Irak– que, como en Smallville, deja solamente a las familias y sus sentimientos básicos de protección –más hermosos en La carretera; más siniestros en Mystic river, de Clint Eastwood– a cargo de un tejido social desintegrado y de un urbanismo devastado”.
Es el lugar por el que caminan los fantasmas que Philip Roth echa a andar por la ciudad en Sale el espectro, una novela de lo más hiriente sobre la era Bush. O la descorazonadora radiografía de la familia ofrecida por Sydney Lumet en Antes que el diablo sepa que has muerto. Por no hablar de la fábrica de bestias ausentes de sentimientos que Paul Haggis pinta dentro del laberinto mortífero que dibuja en su película En el valle de Elah. Máquinas de matar que han puesto los valores de todo un país boca abajo, como Tommy Lee Jones decide colocar la bandera de su pueblo. Todo un símbolo que pocos se han atrevido a plasmar en una pantalla.
Son ejemplos de visiones que crean los monstruos de la ficción aunque estén basados en la realidad. El tozudo percal que pintaba Al Gore en Una verdad incómoda, su documental sobre el cambio climático, algo que Bush ha negado sistemáticamente hasta ahora para aplicar políticas agresivas contra el medio ambiente. Son señales que llegan a desesperar el ánimo. Eduardo Lago, escritor y director del Instituto Cervantes de Nueva York, ha comprobado en conversaciones con escritores de la ciudad una moral tocada. Todo empezó el 11 de septiembre de 2001. “Se produjo el más abyecto oscurantismo conocido por este país en mucho tiempo. Recuerdo conversaciones con Norman Mailer, Joan Didion, Janet Malcolm o Paul Auster. El ambiente era de simple desesperación. Apocalipsis es la metáfora perfecta. Mailer hablaba de que Estados Unidos vivía un régimen prefascista y de que el mayor peligro era inventar excusas para socavar la democracia”. No han llevado a cabo el derribo con medidas disimuladas. “Con la Patriot Act y la acción de lobbys fundamentalistas han apuntalado la devastación de la política”, agrega Pardo.
En el fondo de todo también subyace una oscura lucha entre el bien y el mal. Lo apunta Ray Loriga, que acaba de regresar de una larga temporada por el país. “En películas como La niebla queda patente que el miedo exterior se ha convertido ahora en miedo interior. Los americanos no saben ser malos mucho tiempo. Su arrogancia tiene más que ver con la bondad que con la maldad. Les duele más que les consideren villanos que otra cosa. Pasó con la guerra de Vietnam. No eran lo mismo los héroes de Normandía que las bestias de Abu Ghraib”.
Ésa es una de las claves del fenómeno Obama. No se trata tanto de que sea negro o de que Hillary Clinton sea mujer. “Es su buenismo”, comenta Loriga. “Él recupera un discurso de esperanza, de diálogo con las civilizaciones; algo que hace años sería insólito, pero que ahora, con una moral aniquilada, funciona. Los valores de siempre siguen ahí, y Obama los ha recuperado”, añade el escritor y director de cine, que en otoño publica una nueva novela: Ya sólo habla de amor (Alfaguara).
Eduardo Lago también se muestra seducido por el candidato demócrata. “Que haya derrotado a un animal político del calibre de Clinton es síntoma de que el país se asfixia en una falta de libertad, pero que sea posible que llegue a la presidencia indica que los principios están firmemente asentados. Nunca desde hace décadas se había vivido una situación tan cargada de cambio histórico”, comenta el escritor.
Aunque también Barack Obama genera dudas. José Luis Pardo las expone: “No sé si reinstaurará la polis. Su discurso parece prometedor en el terreno de la política social y en el de la política exterior, pero, quizá porque la diversidad del fenómeno religioso en Estados Unidos no es del todo comprensible vista desde Europa, me inquietan a veces su aire salido de la canción El hijo del predicador y sus alusiones a una regeneración que vuelva a hacer de Estados Unidos la gran nación que fue en otros tiempos, porque sé demasiado bien lo que significa esta retórica”. Con él, dice Pardo, tampoco será fácil despejar la niebla.
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