Editorial
Asunción, Paraguay, Domingo 09 de Noviembre de 2008
Sesenta años destruyendo la noble profesión del funcionario público
Durante estas últimas seis décadas el país estuvo bajo el poder de un partido político: el Colorado. En ese lapso, los dirigentes que se sucedieron en la conducción partidaria, asociados a los gobiernos que pusieron, contribuyeron a destruir todas las instituciones del país. El Estado, caído en manos de las sucesivas excluyentes administraciones coloradas, creó un monstruo: el funcionario público inepto, venal y sometido al padrinazgo partidario, aplastado como una cucaracha en su dignidad personal o profesional, y despojado de toda capacidad y posibilidad de asumir iniciativas propias, de competir en una carrera justa y de sobresalir por sus méritos.
Durante estas últimas seis décadas el país estuvo bajo el poder de un partido político: el Colorado. Y más de la mitad de ese lapso, sometido a la férula de un solo hombre, un autócrata, que utilizó al Partido Colorado (y este se dejó utilizar por él), para alegar que su Gobierno –una dictadura– tenía respaldo popular. El Partido Colorado era el que organizaba las farsas electorales que el tirano necesitaba montar cada cinco años para que la dictadura pudiera presentarse ante los ojos internacionales como si se tratara de un régimen democrático.
Si el Partido Colorado solamente se hubiera limitado a ejercer esta labor servil, tal vez saliera mejor parado del proceso que le incoara el tribunal de la historia; pero no fue así, porque también tuvo muchas otras culpas y responsabilidades en esos sesenta años de regímenes autoritarios, de sistemas violadores de la dignidad humana, de conculcación de libertades, de destrucción de la institucionalidad en la república. Sesenta años de desengaños, tres generaciones de desesperanza.
En ese lapso, los dirigentes que se sucedieron en la conducción del Partido Colorado, asociados a los gobiernos que pusieron, o que sin ponerlos los respaldaron o a los cuales se sometieron servilmente, contribuyeron a destruir todas las instituciones del país. La representación legislativa, la justicia, el servicio a las armas, la seguridad pública, la seguridad social, la protección a derechos y garantías constitucionales, el servicio exterior, todo resultó infectado por el sectarismo y el clientelismo, el prebendarismo y la corrupción, la mediocridad y la exclusión. Como consecuencia, hoy en día ni siquiera el más modesto empleado municipal, por ejemplo el que ejerce la tarea de pintar las lomadas de las calles, sabe hacerlo ni conoce cuáles son sus funciones y responsabilidades.
El Estado, caído en manos de las sucesivas excluyentes administraciones coloradas, creó un monstruo: el funcionario público inepto, venal y sometido al padrinazgo partidario, aplastado como una cucaracha en su dignidad personal o profesional, y despojado de toda capacidad y posibilidad de asumir iniciativas propias, de competir en una carrera justa y de sobresalir por sus méritos.
Durante estas seis décadas pasaron por las oficinas estatales tres generaciones de funcionarios afiliados, de grado o por fuerza, al Partido Colorado, que sólo se comprometía con ellos en proveerles el puesto y el salario, a cambio de lo cual les exigía “que no pateen su olla”, vale decir, su lacayuna sumisión incondicional, la boca cerrada y su asistencia obligatoria a mítines, demostraciones y actos electorales.
Ni sus padrinos partidarios ni ellos mismos sintieron jamás la necesidad ni la responsabilidad por capacitar y capacitarse profesionalmente en el oficio de prestar servicios públicos. ¿Para qué, si no debían enfrentar exámenes ni competencias? ¿Si no tenían que demostrar sus aptitudes y nadie evaluaría los resultados de su trabajo? Lo único que tenían que demostrar periódicamente era la sumisión al dictador o a los jefes partidarios, su buena disposición con el caudillo de seccional o con el pope de turno dentro de sus oficinas, además de asistir puntualmente a las convocatorias políticas para las que se les requería, a fin de dar imagen de multitud a los espectáculos políticos teatrales montados por su partido o por el Gobierno.
La multiplicación escandalosa de personas agolpadas en los estrechos espacios en que fueron subdivididas una y otra vez las paupérrimas oficinas de los organismos estatales, compartiendo muebles desvencijados, baños inmundos y la escasez crónica de equipos y útiles de trabajo, constituye actualmente el escenario real en el que cualquier observador puede constatar hasta qué extremo de degradación fueron llevadas la persona del funcionario, la función y la administración públicas por el Partido Colorado en estos últimos sesenta años. Visitar cualquiera de estas oficinas es tener a la vista la imagen completa de lo que ocurrió, de lo que se destruyó en ese lapso en nuestro desgraciado país.
Por supuesto, no solamente la república, el Estado, el país, o cualquier otra de estas entidades abstractas son las que hoy sufren las consecuencias de tanta putrefacción moral, de tanto envilecimiento humano y de la demolición de una noble e importante profesión de servicio como es la del funcionariado público; y tampoco es el propio funcionario envilecido, corrompido, inutilizado, destruido su prestigio y disminuido ante el aprecio general, el que solitariamente paga hoy las facturas que nos legaron sesenta años de coloradismo, sino alguien mucho más importante: la gente, los habitantes del país, en particular los que trabajan, los que producen y que con sus contribuciones tributarias sostienen el costoso e ineficiente aparato del Estado. Estas son las víctimas más directamente perjudicadas.
Ni este gobierno de Lugo ni ningún otro logrará recuperar en un lustro lo que el Partido Colorado destruyó en seis décadas, pero está en condiciones de iniciar con firmeza y justicia la heroica etapa de comenzar a hacer los cambios fundamentales. Y tiene la responsabilidad de devolver a los trabajadores y contribuyentes que habitan nuestro país, un funcionariado con características completamente opuestas, virtuoso, consciente, capaz de acompañar el progreso moral y material que se pretende, para lo cual es indispensable que se sitúe a la altura de los ambiciosos proyectos que se reclaman desde la sociedad, y que se declaman desde el discurso político.
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