"Desde mi punto de vista –y esto puede ser algo profético y paradójico a la vez– Estados Unidos está mucho peor que América Latina. Porque Estados Unidos tiene una solución, pero en mi opinión, es una mala solución, tanto para ellos como para el mundo en general. En cambio, en América Latina no hay soluciones, sólo problemas; pero por más doloroso que sea, es mejor tener problemas que tener una mala solución para el futuro de la historia."

Ignácio Ellacuría


O que iremos fazer hoje, Cérebro?

domingo, 16 de dezembro de 2007

Conhecendo os heróis latino-americanos!

México y el mundo
Juan María Alponte
16 de diciembre de 2007

“A usted le debo mi amor por la libertad, la justicia, la belleza y la idea de la grandeza”. Palabras de Simón Bolívar a un desconocido genial —uno más en el bicentenario— que respondía al nombre de Simón Rodríguez. Nació en Venezuela en 1771. Era 12 años mayor, pues, que Bolívar que había nacido, en una de las familias más ricas de Venezuela y América, en 1783. Las causas por las cuales Simón Rodríguez sería maestro del Libertador se corresponden con la realidad social de las familias “mantuanas”, es decir, la élite criolla de Caracas. Su madre, María Concepción Palacios y Blanco (así firmaba con una rúbrica en vuelo) pertenecía, al igual que el padre de Bolívar, que descendía del tronco de una clase histórica del poder social: lo que él mismo llamaba “su quinto abuelo” llegado a América, en 1589, de Vizcaya, como secretario del gobernador Diego de Osorio. El padre de Bolívar fue procurador general de Caracas, contador real de hacienda y coronel de las Milicias de los Valles de Aragua. A ese cuerpo ingresó, adolescente, Simón Bolívar como subteniente. Linajes precisos y poderosos. En la economía familiar los Bolívar y Palacios destacaban por sus bienes comunes.

Pero el padre de Bolívar murió cuando él no tenía, apenas, tres años y la madre delicada de salud, casada a los 15 años, amante de la música, murió prontamente. Bolívar ha resaltado el papel de la negra que le amamantó —Hipólita Bolívar— “pues los esclavos tomaban el apellido de los amos” diría Bolívar afirmando que, Hipólita, fue, para él, “padre y madre”. Lo cierto es que, muertos los padres, casadas sus dos hermanas, los hermanos quedaron bajo la tutela del abuelo Feliciano que murió al año siguiente. Bolívar tenía 10 años. Quedó bajo la custodia de su tío Carlos y comenzó a tener, con él, serias disputas y desavenencias. Tantas que se fugó de su casa y se fue, sin más, a la de su hermana María Antonia. Ella y su marido tuvieron que declarar ante la Real Audiencia porque la ley era clara respecto a la tutoría. El tío Carlos afirmó que el niño era indisciplinado y desaplicado, “pero que le veneraba”. Esto último era falso. La Audiencia sentenció, sin embargo, que Bolívar tenía que regresar con su tío y, ante la resistencia del muchacho, “un esclavo le llevó, a la fuerza, a la mansión y, después, ante un nuevo maestro”. Se escapó de nuevo. El obispado intervino para apaciguar los ánimos, y el propio confesor del obispo indicó al niño que tenía que ir a las clases. El nuevo maestro, Simón Rodríguez —el obispo y la Audiencia no sabían nada— era un absoluto defensor de los inventores de la libertad (Voltaire, Rousseau y Montesquieu) y, en ese marco ideológico y pedagógico, se recreará el mundo y la conciencia de Simón Bolívar. Estuvo con ese maestro, Simón Rodríguez, hasta los 14 años: “Era —diría Bolívar— el hombre más extraordinario del mundo”.

Uslar Pietri, uno de los más brillantes ensayistas y novelistas venezolanos —tuve el vivo placer de conocerle en Caracas y guardo en la memoria sus palabras— dice que Simón Rodríguez fue de los primeros visionarios de la independencia y tuvo una influencia decisiva sobre Simón Bolívar. Volvió a encontrarse, este último, con Simón Rodríguez y con Humboldt, en Francia —cuyo paso por Venezuela y México tuvo una importancia capital para los independentistas— y Simón Rodríguez le acompañó a Roma. Allí, en el monte Sacro, una de las siete colinas de la ciudad, realizó Bolívar su histórico juramento de dedicar su vida a la lucha por la independencia. Era el 15 de agosto de 1805; tenía 22 años; Simón Rodríguez, con Fernando Rodríguez del Toro, fueron testigos de esa decisión que, por circunstancias múltiples, cambiaría la historia de cinco países latinoamericanos.

Simón Rodríguez, el divulgador del siglo de las luces, adoptó el sobrenombre de Samuel Robinson. Peregrino de la educación. Estaba convencido de que América Latina tenía que hacer la independencia y una revolución educativa, y que la educación sería el centro de su porvenir. Fue su obsesión profética. Vivió la violencia de las batallas a muerte y, por ello, cuando el Libertador, creador de las cinco repúblicas (que aspiró inútilmente a federar) le preguntó, emocionado, al reencontrarse con “su Sócrates caraqueño”, lo que éste opinaba de la gran mutación, el Robinson le respondió así: “Repúblicas sin republicanos, sin ciudadanos”. Ya para entonces Bolívar tenía que hacer frente a una nueva oligarquía que le conduciría al exilio y la muerte en 1830 no sin antes saber que su amigo y compañero, el mariscal Sucre, el vencedor, real, de la última gran batalla de la independencia de América, la de Ayacucho, en 1824, había sido asesinado. Asesinato impune. Simón, el Robinson, por todo ello, proclamó la necesidad de una nueva educación. Previendo el futuro auspiciaba una síntesis de culturas y, ante la tragedia de la violencia como imperativo totalizador, propuso, al revés, lúcido, la necesidad de “enseñar a vivir”. Añadió, una vez más, profético: “La ignorancia nos entrega al primero que pasa y, la indigencia, la pobreza, al primer poderoso”. Su petición de escuelas, “para crear ciudadanos útiles, en una sociedad próspera y justa, es inseparable, decía, de la creación de republicanos indispensables para la existencia de una verdadera república que separe a los jóvenes de las viejas supersticiones y vicios del pasado”. Reflexión para el día de hoy.

Murió, Simón Rodríguez, en 1854. Vivió errante, en la pobreza, intentando convencer a los caudillos de la necesidad de una educación para la vida. Desoído y despreciado por los poderosos, pasó por Bogotá, Lima, Chuquisaca, Valparaíso, Santiago de Chile, Quito, abriendo escuelas para los más pobres. Uslar Pietri nos dice, con dolor profundo, “que su indigencia era tan grande que casi siempre le faltaba papel y tinta para escribir sus ideas”. Uslar Pietri me dijo en Caracas que quería escribir un libro sobre él que titularía La isla de Robinson. No tuvo tiempo. Perdido entre la barbarie, hoy traigo, el nombre de Simón Rodríguez, a la memoria colectiva del bicentenario.

alponte@prodigy.net.mx

 

http://www.eluniversal.com.mx/columnas/69010.html

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