REPORTAJE: DETROIT
La caída de un imperio
YOLANDA MONGE 06/02/2011
Cuna del automóvil y el sonido ‘motown’, y prototipo del sueño americano en los años cincuenta. Hoy, el abandono, el paro y la violencia reinan aquí. El sueño se ha transformado en pesadilla. La que fuera cuarta ciudad más grande de EE UU parece detenida, convertida en impotente espectadora de su decadencia.
Como la boca de un boxeador viejo, los barrios de Detroit tienen más huecos que dientes. Donde antes había casas, ahora hay ruinas. Como los grandes imperios, la que una vez fue la cuarta ciudad más grande de Estados Unidos está hoy en una decadencia que lleva a certificar su necesidad de respiración asistida para seguir viviendo. Un ejército de vagabundos ocupa las calles del centro de la ciudad al caer la noche. Como si de una película catastrofista de ciencia ficción se tratara, Detroit parece haber sido devastado por una bomba de neutrones y catapultado a un apocalíptico siglo XXII cuando solo despunta el XXI. Detroit es un mundo perdido, o al menos una ciudad perdida en la que las huellas de la grandeza de su pasado están presentes en cada esquina, ajadas y moribundas.
Cientos de edificios abandonados se alinean como trágica prueba del sueño americano que se convirtió en pesadilla. Nada presagiaba este fantasmagórico final cuando, en 1913, un hombre llamado Henry Ford iniciaba el ascenso a la gloria de Detroit creando la primera gran cadena de montaje de automóviles y ponía en nómina a 90.000 trabajadores para que fabricaran el Ford modelo T (más conocido como Lizzie o Flivver), el que resultó ser el coche favorito –y asequible– de la sociedad trabajadora industrial.
La prosperidad llamó a la prosperidad y el dinero al dinero, y los monumentales rascacielos empezaron a diseñar un nuevo horizonte de la ciudad. La estación Central de Michigan, hoy comida por las malas hierbas e imposible de recorrer sin sentir el crujir de cristales rotos bajo los pies. El Banco Nacional de Detroit, en la actualidad saqueado y comido por el óxido tras ser abandonado al olvido. El teatro UnitedArtists, ahora con las cortinas desgarradas, pero, todos ellos, todavía testigos de un mejor tiempo pasado.
Ingenieros visionarios y empresarios se asentaron en un emplazamiento privilegiado de los Grandes Lagos. La población alcanzaba los dos millones de habitantes en la década de los cincuenta –hoy no llega a un millón–. Detroit había hecho su propia revolución y parecía imparable. Huyendo de la segregación que las leyes Jim Crow imponían en el sur, los negros llegaron a Detroit respondiendo a la necesidad de mano de obra, pero para encontrarse viviendo igual de aislados de los blancos que en sus sureños Estados natales. Mientras que ser blanco en Detroit en los años cincuenta era el sueño americano hecho realidad –la casa en propiedad con valla blanca; la nómina a final de mes; los niños corriendo felices, y seguros, en el jardín–, muy diferente era el día a día de sus conciudadanos afroamericanos.
Una primera fotografía de la devastación de Detroit se mostró al mundo en 1967, cuando el presidente Lyndon Johnson sacó de Vietnam a la 82 División Aerotransportada del Ejército para sofocar los disturbios raciales que dejaron un saldo de 43 muertos e hizo patente el racismo que imperaba en la ciudad. Los disturbios de Detroit son unos de los más violentos de la historia de Estados Unidos. La ciudad se asemejaba tras los choques con la policía a una zona de guerra. Comercios saqueados, casas abrasadas y 7.000 detenidos en cinco días de furia. La pudiente población blanca huyó a las afueras –whiteflight– y abandonó el centro de la ciudad para los empobrecidos negros. Detroit se convertía en una ciudad de mayoría negra que en 1973 elegía a su primer alcalde de esa raza, Coleman Young, quien dedicó gran parte de sus últimos 20 años en el poder en ejercer la política de la venganza. Young nunca escondió sus objetivos y se atribuía a sí mismo el cargo de MFIC (mother fucker in charge, el hijo de puta al cargo). Detroit se moría lentamente.
El empuje asiático en la fabricación de coches selló definitivamente la lenta decadencia de la cuna del automóvil que la ha postrado en un estado de momificación aterrador para quien conociera los años dorados de la ciudad. El Rust Belt (cinturón del óxido), el cinturón industrial que junto a Detroit engloba a ciudades altamente industrializadas como Buffalo, Gary, Flint o Pittsburg, comenzaba su caída en picado hacia el abismo del paro y el desmantelamiento de las plantas de trabajo. El lugar que vio nacer la música negra motown en los años sesenta encumbraba en 2000 a Marshall Bruce Mathers, un rapero blanco más conocido como Eminem que cantaba a la 8 Mile Road, la calle al norte de la ciudad que a día de hoy sigue marcando la frontera entre lo blanco y lo negro. El crimen crece como la espuma y siete de cada 10 asesinatos se quedan sin resolver.
Cerca de la mitad de los niños de Detroit entran en la categoría de pobres. La mitad de las escuelas públicas de la ciudad han sido cerradas y los locales saqueados. Más edificios abandonados, dejados morir lentamente ante la mirada fría de la implacable cámara. Adiós para siempre al tejido que compone una arquitectura civil: tribunales, bibliotecas, comisarías de policía, piscinas. Iglesias convertidas en improvisado lugar donde abandonar coches para que se tornen en chatarra. Hoteles con sillas desvencijadas y pianos destripados. Relojes parados en el tiempo.
La cifra de paro oficial en Detroit se sitúa en torno al 28% –en Nueva Orleans, después de que el huracán Katrina y la incompetencia de la Administración de George W. Bush devastara la ciudad, la cifra de desempleo llegó ¡al 11%!–. Pero quienes sufren cada día el desarraigo al que los ha sometido su propia ciudad dicen que está cercano al 50%. Si una vez fue un lugar en el que se ansiaba para vivir, hoy es una cárcel. En Detroit, por desaparecer han desaparecido las tiendas y los supermercados. Su calificación es desierto de comida.
En su momento de esplendor, The 3 Big (Ford, Chrysler y General Motors) construían cuatro de cada cinco coches que se hacían en el mundo. General Motors era el mayor empleador privado del planeta, solo superado por el número de empleados que tenía el régimen de la antigua Unión Soviética.
El lema de la ciudad está más vigente hoy que nunca: “Speramus meliora; resurget cineribus” (esperamos cosas mejores; resurgirá de las cenizas). Pero, como las pirámides de Egipto, el Coliseo de Roma o la Acrópolis de Atenas, los edificios rotos de Detroit son la muestra de la caída de un imperio.
http://www.elpais.com/articulo/portada/caida/imperio/elpepusoceps/20110206elpepspor_11/Tes
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