Desarrollo a la inversa
Dani Rodrik
CAMBRIDGE – No hace falta pasar mucho tiempo en países en desarrollo para observar que sus economías son una mezcolanza, pues combinan lo productivo con lo improductivo, el primer mundo con el tercer mundo. En los sectores modernos y más productivos de su economía, la productividad (aun siendo habitualmente lenta) está más próxima a lo que observamos en los países avanzados.
En realidad, ese “dualismo” es uno de los conceptos más antiguos y fundamentales del desarrollo económico, formulado por primera vez en el decenio de 1950 por el economista holandés J.H. Boeke, quien se inspiró en sus experiencias en Indonesia. Boeke consideraba que había una separación absoluta entre el estilo capitalista moderno de organización económica que predominaba en Occidente y el modo precapitalista y tradicional que predominaba en las entonces llamadas “zonas subdesarrolladas”. Aunque los procedimientos industriales modernos habían entrado en las sociedades subdesarrolladas, no le parecía probable que pudieran penetrar profundamente y transformar totalmente semejantes sociedades.
Cuando los economistas contemporáneos piensan en el dualismo económico, recuerdan primordialmente al premio Nobel Sir W. Arthur Lewis, quien dio la vuelta a la idea de Boeke, al sostener que la migración laboral de la agricultura tradicional a las actividades industriales modernas es el motor del desarrollo económico. De hecho, para Lewis la coexistencia de lo tradicional junto a lo moderno es lo que hace posible el desarrollo.
Por poner un ejemplo extremo, la productividad laboral en el sector minero de Malawi iguala a la de la economía de los Estados Unidos en conjunto. Si se pudiera emplear a todos los trabajadores de Malawi en la minería, ¡este país sería tan rico como los EE.UU.! Naturalmente, la minería no puede absorber a tantos trabajadores, por lo que el resto de su fuerza laboral debe buscar empleo en sectores mucho menos productivos de la economía.
El carácter dualista de las sociedades en desarrollo se ha acentuado más a consecuencia de la mundialización. Algunos sectores de sus economías, como los enclaves exportadores, las altas finanzas y las hipertiendas, han experimentado importantes aumentos de la productividad al vincularse con los mercados mundiales y tener acceso a las tecnologías de vanguardia. Otros sectores no han tenido oportunidades similares y la distancia que los separa de los sectores “mundializados” ha aumentado.
Esos desfases son problemáticos, pero, como recalcó Lewis, también constituyen un posible motor del crecimiento económico. La clave consiste en velar por que la economía experimente el tipo idóneo de cambio estructural: un paso de los sectores de escasa productividad a los de gran productividad. En las economías logradas, como, por ejemplo, las de China y la India, el traslado de los trabajadores de la agricultura tradicional a la manufactura y los servicios modernos representa una parte substancial del aumento total de la productividad, como predijo Lewis.
Sin embargo, en muchas otras partes del mundo hemos observado un desarrollo bastante curioso e inconveniente en los últimos decenios: un cambio estructural en una dirección improcedente. Las industrias modernas y con gran productividad han llegado a emplear un porcentaje menor de la fuerza laboral de la economía, mientras que las actividades del sector no estructurado y otras con escasa productividad han aumentado. Por ejemplo, desde 1990, aproximadamente, el cambio estructural en un país latinoamericano o subsahariano típico ha socavado el crecimiento en lugar de impulsarlo.
En cambio, la mayoría de los países asiáticos siguen actuando al modo típico descrito por Lewis. Esa diferencia en las modalidades del cambio estructural explica gran parte de la diferencia entre las tasas recientes de crecimiento de América Latina y del África subsahariana, por un lado, y las de Asia, por otro.
Podría parecer que esa conclusión no cuadra con la experiencia de países como la Argentina, el Brasil y Chile, donde muchas empresas de los sectores modernos de la economía (incluida la agricultura no tradicional) han experimentado un crecimiento innegable. Lo que no se ha entendido suficientemente es que gran parte de dicho crecimiento se ha debido a operaciones de racionalización y mejora tecnológica y, por tanto, sin que haya ido acompañado de la creación de puestos de trabajo. La productividad total en la economía no se beneficia demasiado en los casos en que las empresas se vuelven más productivas despidiendo a trabajadores, que acaban dedicados a actividades de la economía no estructurada caracterizadas por una productividad muy inferior.
Mi investigación, junto con Maggie McMillan de la Universidad Tufts y el Instituto Internacional de Investigaciones sobre Política Alimentaria, muestra que los países con una gran ventaja comparativa en materia de recursos naturales son particularmente propensos a caer en la trampa del cambio estructural que reduce el crecimiento. Para dichos países, la mundialización tiene un lado bueno y otro malo. Las industrias relacionadas con los recursos naturales que fomenta la mundialización tienen una capacidad limitada para absorber el empleo correspondiente a los sectores tradicionales. Así, pues, la mundialización consolida el dualismo, en lugar de contribuir a superarlo.
Unas políticas apropiadas pueden contribuir a que se consiga. Una enseñanza es la de evitar el desplome prematuro de las industrias de importación y exportación que emplean a gran número de personas antes de que hayan surgido suficientes oportunidades de empleo en industrias más productivas. Los países asiáticos, por ejemplo, se han caracterizado por liberalizar en el margen (mediante subvenciones de las exportaciones o zonas económicas especiales), con lo que han espoleado las nuevas industrias exportadoras sin dejar a las demás en la estacada.
En segundo lugar, el tipo de cambio reviste una importancia decisiva. Las divisas competitivas fomentan y protegen las industrias modernas de productos comercializables que emplean a un porcentaje importante de la fuerza laboral. En nuestra investigación descubrimos que los países con divisas competitivas tenían más probabilidades de experimentar un cambio estructural que aumentara el crecimiento.
Por último, las políticas flexibles en materia de mercado laboral parecen ser importantes también. Los requisitos legales que aumentan en gran medida los costos de la contratación y del despido de trabajadores disuaden la creación de empleo en las nuevas industrias.
El cambio estructural no acelera automáticamente el desarrollo económico. Necesita un impulso en la dirección adecuada, en particular cuando un país tiene una gran ventaja comparativa en materia de recursos naturales. La mundialización no modifica esa realidad subyacente, pero sí que aumenta los costos de la aplicación de políticas inadecuadas, como también los beneficios de la aplicación de las adecuadas.
Dani Rodrik, profesor de Política Económica Internacional en la Universidad de Harvard, es autor de The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy (“La paradoja de la mundialización. La democracia y el futuro de la economía mundial”).
http://www.project-syndicate.org/commentary/rodrik54/Spanish
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