Castro y la literatura latinoamericana
Juan Gabriel Vásquez
sábado, 23 de febrero de 2008
Fidel Castro ha dejado el poder en Cuba después de 49 años de ejercicio. Ahora mismo varios de mis vecinos de página estarán comentando la noticia, pero no sé si alguno haga referencia a una de las relaciones más extrañas de la revolución castrista: la que ha tenido con la literatura latinoamericana, o más bien la que tuvo durante poco más de una década con eso que llamamos “boom”.
Decir que sin Cuba no habría existido el “boom” puede parecer una exageración, pero no lo es tanto. Porque no me refiero a los libros: Vargas Llosa y Cortázar y Fuentes y García Márquez y Donoso y Cabrera Infante habrían cumplido su destino como escritores aunque Fidel Castro no hubiera entrado triunfante en La Habana en enero de 1959. Pero la manera en que emergió esta generación —y el hecho mismo de que se hable de generación, de que se englobe en un grupo a unos escritores que nunca tuvieron la más mínima intención gremial— tiene mucho que ver con la identidad política que Cuba dio a estos escritores, y también con el apoyo que recibió de ellos.
El “boom” fue, durante poco más de una década, uno de los pilares sobre los cuales se sostuvo la reputación internacional de la revolución. Entre la Casa de las Américas en Cuba y los cuatro novelistas más notorios y notables de esta generación se estableció una relación intensa, algo muy parecido a una luna de miel; si podemos decir que la Casa de las Américas y las revistas asociadas a ella fueron una especie de altavoz que le comunicó al mundo latinoamericano la llegada de una nueva novela al continente, también es cierto que esos nuevos novelistas se tomaron muy en serio el papel de presentar al mundo la palabra de la revolución. No es gratuito que Cortázar haya asociado tantas veces su despertar político a la revolución, ni que Fuentes haya terminado La muerte de Artemio Cruz en La Habana, ni que Vargas Llosa y García Márquez fueran firmantes asiduos de manifiestos procastristas. Ni es gratuito, tampoco, que la primera vez que se habló de la muerte del “boom”, hacia 1971, fuera como consecuencia del momento histórico en que, a raíz del caso Padilla, Vargas Llosa rompió con la revolución.
Eso ocurrió hace poco más de 35 años, y sin embargo la longevidad y la resistencia de Castro han creado la ilusión de que es cosa de hace unos meses. Heberto Padilla había escrito un libro de poemas, Fuera del juego, y había ganado con él un premio; pero lo ganó a pesar de las presiones con que las autoridades cubanas, que se habían enterado del contenido “antirrevolucionario” del libro, quisieron obligar al jurado a cambiar de opinión. Cinco años más tarde Padilla leyó en público unos poemas de su nuevo libro, y eso bastó para que se le acusara de actividades subversivas: fue arrestado, fue obligado a hacer la consabida autocrítica, a confesar ante un tribunal y un público de propagandistas sus errores más graves (tener amigos homosexuales como Lezama Lima y Virgilio Piñera). Fue humillado y perseguido, o tal vez perseguido primero y humillado después; fue una de las primeras víctimas, o por lo menos de las más célebres, de la intolerancia y la brutalidad de esa revolución que ya viraba hacia el estalinismo.
Las protestas que se oyeron, desde los nada contrarrevolucionarios Sartre y Simone de Beauvoir hasta Vargas Llosa y Fuentes, acabaron forzando su liberación. Pero la consecuencia que hoy parece más notoria no tiene nada que ver con la vida de Padilla: fue la ruptura de algunos escritores latinoamericanos con el sistema que toleraba esos abusos. Enfrentarse a la Revolución Cubana en 1971 exigía integridad y valentía. Esta semana Fidel Castro ha renunciado al poder después de 49 años de justificar con creces todos los temores que aquellos escritores tenían en 1971. Ellos tenían razón, y nunca sobra decirlo.
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