Paul Kennedy
Vivimos en la era suprema de los datos, las estadísticas, las listas y la información. En una palabra, una era de números.
El déficit federal estadounidense es registrado, segundo a segundo, en una calculadora ubicada en Times Square en pleno centro de Manhattan. Los rankings anuales relativos a la calidad de las universidades y los colleges generan excitación entre todos los que se preocupan por esas cosas. La muy exitosa Guía Guinness de Records Mundiales se vende gracias a nuestra insaciable curiosidad por las cifras: ¿quién comió de un saque la mayor cantidad de salchichas en el mundo, quién nadó más rápido que todos los demás? ¿Quién es el hombre más rico del planeta?
La mayor parte de todo esto contiene un nivel de absurdo inofensivo: ¿a quién le importa en realidad quién nadó más rápido? Además, en general todos evitamos directamente las estadísticas, salvo cuando verificamos nuestro saldo bancario.
A cualquier político o profesor que arroje montones de números durante una charla deberían advertirle que el nivel de atención del público decae inmediatamente. Los artículos de opinión muy instruidos repletos de estadísticas mueven a dar vuelta la hoja aun al lector más erudito. De manera que una columna sobre "Cuando los números sí cuentan" es realmente muy riesgosa.
Me parece, no obstante, que hay algunos artículos cargados de datos que merecen una cuidadosa reflexión. Lo que sigue es mi reacción a un par de esas columnas que consiguieron alterarme.
No se refieren a la "alta" política. Por lo tanto, no tienen que ver con la cantidad cada vez mayor de reservas de energía del gobierno ruso, ni con los gastos de China en defensa, o el costo de la guerra en Irak. Son estadísticas sobre montones de seres humanos más bien comunes. Lamentablemente, ambos artículos sugieren que partes del tejido social de nuestro planeta se encuentran en serias dificultades.
La primera nota, escrita para The Financial Times por Gunnar Heinsohn, profesor de la Universidad de Bremen, en Alemania, analiza la conexión entre la violencia explosiva permanente en la Franja de Gaza y la expansión enorme de jóvenes iracundos en ese territorio. Somos muchos los que solemos hablar de la conexión entre demografía, frustración y violencia callejera, pero lo hacemos más bien al pasar. Heinsohn presenta algunos números reales sobre este problema catastrófico.
Entre 1950 y 2007, la población de Gaza creció de 240.000 a casi 1,5 millón de habitantes debido a los altos niveles de fertilidad de las familias palestinas. Década tras década, las cifras se incrementan. Los palestinos podrán no ser capaces de derrotar a los formidables tanques y topadoras israelíes, pero están superando a las familias judías a un ritmo estupendo. En una de las observaciones más impactantes, Heinsohn señala que "si la población de Estados Unidos se hubiera multiplicado al mismo ritmo que el pueblo de Gaza, habría pasado de tener 152 millones de habitantes en 1950 a 945 millones en 2007, más del triple de su actual población de 301 millones".
Pero lo que el autor quiere señalar es mucho más tajante: es que hay muchos más varones árabes jóvenes (y frustrados y resentidos y desocupados) que varones judíos jóvenes, y que los primeros están creciendo tan rápido en número que nadie puede controlarlos. Lo peor de todo es el reconocimiento hecho en privado por muchos responsables políticos palestinos de primer nivel, de que los dos principales partidos del país, Fatah y Hamas, tampoco pueden contener esta química juvenil reprimida.
Si esto es verdad, entonces todas las misiones de paz de Estados Unidos o la Unión Europea se desvanecen en la insignificancia. Los números cuentan. Y nadie lo sentirá más que Israel en las próximas décadas.
La segunda nota sobre números que atrajo mi atención es un artículo que salió en la edición junio-julio de The Catholic Worker, esa revista católica estadounidense poco difundida pero admirable, fundada por Dorothy Day, una increíble creadora de conciencia, hace más de 60 años. Esta columna se refería a una cuestión ausente de los titulares y poco sexy en Estados Unidos: los presos.
El artículo, escrito por Jim Reagan, se titula "2.193.798 y siguen sumando". Esa cifra era el número de personas encarceladas en los Estados Unidos de América en 2005. Ocupamos el puesto número uno en el mundo, con una gran ventaja incluso respecto de China (1,5 millón en la cárcel) y la Rusia de nuestro buen amigo Putin (870.000) según las cifras proporcionadas por el Centro Internacional para Estudios sobre Cárceles de la Universidad de Londres.
Proporcionalmente, encarcelamos una cantidad siete u ocho veces mayor de nuestra población que la mayoría de nuestros amigos europeos, y la cifra absoluta de los residentes en nuestras cárceles se ha duplicado desde comienzos de la década de 1990. Somos todavía mejores encarcelando a varones negros, hispanos y de otras minorías. En la más famosa de las cárceles de Nueva York, Rickers Island, según Reagan, "más del 90% de la población es de latinos y negros".
Esto sumado al abuso frecuente, la falta de respeto y el maltrato no solamente de un pequeño número de asesinos enloquecidos (como si eso fuera una justificación) sino de muchos otros ciudadanos estadounidenses detenidos.
Ante cifras tan escalofriantes, mi mente se obnubila. No puedo pensar cómo será la población de la Franja de Gaza en 2020 ni hacerme una idea de cómo hará Estados Unidos para manejar un sistema carcelario que podría tener 3 o 4 millones de habitantes, la mayoría de ellos negros o hispanos, para esa misma fecha.
Copyright Clarín y Tribune Media Services, 2007. Traducción de Cristina Sardoy.
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