¿El último acto de Musharraf?
Hassan Abbas
En su desesperación por mantenerse en el poder, Pervez Musharraf ha descartado el marco constitucional de Pakistán y ha declarado un estado de excepción. ¿Su meta? Asfixiar la independencia del poder judicial y la libertad de los medios. Con habilidad, pero de manera descarada, ha tratado de hacer creer que estas acciones constituyen un esfuerzo para alcanzar la estabilidad y apoyar la guerra contra el terrorismo de forma más efectiva. Nada podría estar más alejado de la verdad. A juzgar por la historia de Pakistán, su decisión de imponer la ley marcial podría ser la gota que derrame el vaso.
El general Musharraf apareció en el escenario nacional el 12 de octubre de 1999, cuando derrocó a un gobierno electo y anunció un ambicioso proyecto de "construcción nacional". Muchos pakistaníes, decepcionados de la clase política de su país, permanecieron callados creyendo que podría cumplir sus promesas. Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 contra Estados Unidos pusieron a Musharraf en los reflectores internacionales, ya que acordó abandonar a los talibanes y apoyar la guerra contra el terrorismo encabezada por EU.
Musharraf aplicó mano dura contra algunos militantes religiosos que operaban en Pakistán y también contra los que luchaban contra las fuerzas indias en Cachemira. Como premio, Pakistán recibió asistencia financiera y armas de Estados Unidos. Para confirmar su alineamiento, Musharraf envió al ejército pakistaní a las zonas tribales en la frontera con Afganistán por primera vez desde la independencia del país. Las operaciones que se llevaron a cabo ahí contra los talibanes y las fuerzas de al-Qaeda tuvieron resultados variados.
Aunque Estados Unidos creía que Musharraf era un agente del cambio, él nunca ha logrado la legitimidad política interna y se considera que sus políticas están llenas de contradicciones. Por ejemplo, se alió con fuerzas políticas islamistas (que en 2004 votaron a favor de los cambios constitucionales que legitimaban la posición y las acciones del presidente). Al mismo tiempo, hizo a un lado a los principales líderes políticos moderados con el argumento de que él representaba la "moderación ilustrada". Una serie de operaciones militares mal planeadas en las zonas tribales complicó aún más la situación en la volátil región fronteriza.
En marzo, Musharraf tomó su medida más audaz al despedir al presidente de la Suprema Corte, Iftikhar Chaudhry. Para sorpresa de muchos, la comunidad jurídica del país organizó un movimiento nacional para restablecer en su puesto al presidente de la Suprema Corte. Cientos de miles de ciudadanos comunes exigieron el Estado de derecho y la supremacía de la constitución, lo que dio valor al poder judicial y cambió la dinámica política del país. En una decisión histórica, que a Musharraf no le quedó más remedio que aceptar, en julio la propia Suprema Corte restableció a su presidente en su cargo.
Posteriormente, el poder judicial revitalizado siguió emitiendo fallos en contra de decisiones del gobierno, humillándolo –sobre todo a sus organismos de inteligencia. Se hizo que los funcionarios de gobierno rindieran cuentas por actos que generalmente estaban fuera del alcance de la ley, desde golpizas salvajes a periodistas hasta arrestos ilegales por "seguridad nacional".
Musharraf y sus aliados políticos intentaron ajustarse a esta nueva realidad, pero su paciencia se agotó cuando la Suprema Corte aceptó recursos en contra de la decisión de Musharraf de presentarse a las elecciones presidenciales. Según la constitución (promulgada originalmente en 1973 por un parlamento electo), un militar en servicio activo no puede ser electo a un cargo público. Musharraf no estaba dispuesto a abandonar su cargo militar, pero también quería ser un presidente civil. Aunque anunció que dejaría su cargo militar "si" era electo presidente, su historial de romper sus promesas preocupaba al poder judicial.
Las actuaciones de la corte en las últimas semanas pusieron nervioso a Musharraf. La decisión de los 11 magistrados bien podía haber ido en su contra. Acorralado jurídicamente, ahora Musharraf ha decidido abandonar la constitución mediante la destitución de los principales jueces de la Suprema Corte y de las cortes superiores provinciales y la imposición de restricciones a los medios de comunicación. Desde entonces se ha arrestado a abogados, activistas por los derechos humanos y líderes políticos.
Hay un resentimiento generalizado por estas maniobras. En lugar de asumir la responsabilidad por la situación de seguridad que está en deterioro (como lo demuestran los frecuentes atentados suicidas), y la creciente talibanización de las zonas tribales, Musharraf ha tratado de culpar al poder judicial y a los medios. Es cierto que el activismo del poder judicial era evidente (aunque dentro de los límites del derecho constitucional), y que los medios también cometieron errores; pero en ninguna cabeza cabe que puedan estar ligados al extremismo religioso o que apoyen a los militantes.
Es poco probable que la apuesta más reciente de Musharraf tenga éxito, debido a que su apoyo popular está a su nivel más bajo. Las fuerzas armadas de Pakistán, --que repetidamente son blanco de los atentados suicidas—están desmoralizadas. Es difícil imaginar que estarían del lado de Musharraf si llegara a estallar un conflicto civil. Tampoco se puede esperar que un Musharraf débil, asediado y desorientado luche eficazmente contra los militantes islámicos o logre la estabilidad política en Pakistán.
Los partidos políticos de oposición están confluyendo y la ex Primer Ministro Benazir Bhutto, a pesar de los avances en sus negociaciones para compartir el poder con Musharraf, ha condenado firmemente sus actos. Se espera que los organismos de derechos humanos, las asociaciones de medios de comunicación y las organizaciones de abogados se opongan al estado de excepción, lo que los pondrá en contra de las fuerzas de seguridad.
Los terroristas también podrían beneficiarse atacando a un ejército distraído y a las fuerzas políticas que se alinean con Musharraf. En caso de que las protestas se prolonguen y que haya una violencia potencial, los altos mandos militares podrían decidir enviar a Musharraf a su casa –decisión que no carecería de precedentes en la historia crónicamente turbulenta de Pakistán.
Hassan Abbas fue funcionario en las administraciones tanto de la Primer Ministro Benazir Bhutto como del Presidente Pervez Musharraf. Actualmente es investigador en la Escuela de Gobierno Kennedy de la Universidad de Harvard y es autor de Pakistan’s Drift into Extremism: Allah, the Army and America’s War on Terror.
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