Miguel Concha
La Iglesia y el TLCAN
Aunque ya ha habido comentarios –sintomáticamente, sobre todo en la prensa escrita– sobre la trascendencia de la toma de posición de la Comisión Episcopal para la Pastoral Social (CEPS) acerca de las consecuencias para los indígenas y campesinos de la desgravación arancelaria completa del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), aunque sin referencias al aprecio con que ha sido acogida por expertos, y más que nada por la mayor parte de las organizaciones campesinas, especialmente por su afirmación de que existen condiciones jurídicas, económicas y morales para renegociar el capítulo agropecuario de ese tratado –“lo cual es prioritario para el gobierno y para los legisladores”–, es importante, en primer lugar para quienes se confiesan católicos, remitirse a sus bases éticas, de las que extrae sus consideraciones morales y propuestas pastorales concretas, en los terrenos económico y social.
Para los nueve obispos firmantes del documento de la comisión, que hablan en nombre de todo el episcopado católico mexicano –y eso no hay que olvidarlo por parte de todos los sectores eclesiásticos–, hay que asumir con responsabilidad moral las normas de juicio ético reiteradas por el actual Papa, en el sentido de que la opción preferencial por los pobres –que es la perspectiva teológica que ellos procuran sustentar– nace de la fe religiosa en Jesucristo, y de que aunque el orden justo de la sociedad y del Estado sea una tarea principal de la política, y no de la Iglesia, sin embargo ésta “está convocada a ser abogada de la justicia y defensora de los pobres, ante intolerables desigualdades sociales y económicas que claman al cielo”.
Por lo mismo, es igualmente obligatorio para los creyentes, y antes que nada para sus pastores, el no perder de vista la norma de juicio repetida en el documento conclusivo de la quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y de El Caribe, celebrada en Aparecida, Brasil, a mediados del año pasado, la cual expresa que en el reconocimiento de esta presencia y cercanía de Jesucristo en los pobres, y en la defensa de los derechos de los excluidos, se juega la fidelidad de toda la Iglesia a su mismo fundador.
Por ello, movidos por su fe, retoman en su texto el juicio moral que en esa conferencia lograron volver a hacer sus hermanos en el episcopado, en el sentido de que “las condiciones de vida de muchos abandonados, excluidos e ignorados en su miseria y dolor” contradicen el proyecto de Dios para la historia, “e interpelan a los creyentes a un mayor compromiso a favor de la cultura de la vida”.
En sintonía con todo esto, los obispos de la CEPS afirman de manera contundente en sus propuestas que hay que “construir una globalización de equidad y de justicia para la familia humana”, que “ningún sistema es intocable cuando genera muerte”, y que “es necesario buscar caminos, en el ámbito del comercio internacional, para cambiar aquellos sistemas que generan injusticia y exclusión, en perjuicio de los países o sectores más desarrollados”.
Por ello también repiten y aplican a la dolorosa situación de la mayoría en el campo mexicano el juicio profético que en general sobre estos problemas estructurales se pudo también hacer en el documento de la Conferencia de Aparecida, desde la óptica de América Latina y El Caribe: “Trabajar por el bien común global es promover una justa regulación de la economía, las finanzas y el comercio mundial. Es urgente proseguir en el desendeudamiento externo, para favorecer las inversiones en desarrollo y gasto social; prever regulaciones globales para prevenir y controlar los movimientos especulativos de capitales, para la promoción de un comercio justo y la disminución de medidas proteccionistas de los poderosos, para asegurar precios adecuados de las materias primas que producen los países empobrecidos, y normas justas para atraer y regular las inversiones y servicios”.
Iluminados por estos puntos de vista, para los obispos de la CEPS es entonces claro que en las actuales circunstancias la mayoría de los campesinos mexicanos, que además han venido quedando “sin créditos y con tierras que se van reduciendo, desgastando y erosionando”, seguirán sin poder competir con Estados Unidos y Canadá, por los “enormes subsidios” que esos gobiernos siguen otorgando a sus agricultores, con los graves riesgos que todo esto ha traído consigo para los campesinos y el país.
Sin taparse los ojos, entre los primeros señalan con realismo el mayor empobrecimiento de los campesinos y de los indígenas, el abandono del campo, la migración interna y externa a Estados Unidos en pésimas condiciones, así como la tentación de cultivos ilícitos, “puerta abierta a la inseguridad y a la violencia”. Entre los segundos apuntan, con perspicacia –y ello aunque muchos de los negociadores oficiales del tratado sigan sin entenderlo–, la pérdida de la soberanía alimentaria del país y la incapacidad del Estado mexicano para poder asegurar de manera más satisfactoria el derecho a la alimentación de todos los mexicanos.
En este sentido, vale la pena subrayar que el documento pone también en guardia contra las consecuencias económicas y sociales que para los cultivos en el campo trae consigo el desplazamiento del maíz nativo por la importación cada vez más subordinada de semillas genéticamente modificadas, así como contra la mayor distorsión de la política agropecuaria, por la producción de biocombustibles en favor de la industria.
Los obispos también insisten en los impactos culturales que todo esto traería consigo, ya que es evidente que “en nuestra patria el sentido de la vida de millones de personas está íntimamente influenciado por su relación laboral con la tierra, el maíz y el frijol”.
Como lo han venido indicando muchos expertos y organizaciones campesinas, “es urgente e impostergable destinar más recursos al campo y cuidar su recta aplicación, para que lleguen a los pequeños productores”, aunque también es importante “cambiar las políticas hacia el campo y sus objetivos”.
http://www.jornada.unam.mx/2008/01/19/index.php?section=opinion&article=018a1pol
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